Si visita el poblado de Epatlan, Puebla, y pregunta por el Frances, la mayoría de la gente le dirá que no sabe nada, y lo dirán sinceramente. Sin embargo, con los más viejos, notará siempre nerviosismo y cambiarán de inmediato de tema. Muchos de ellos lo conocen, pero tienen sobradas razones para no hablar de él. Es gracias al francés, que en Epatlan la gente no le teme tanto a la muerte como en otros lugares.
Si tiene suerte –aunque suerte no es precisamente la palabra puede llegar a verlo en le calle. La piel de los brazos esta terriblemente quemada, su cuello ladeado de una forma casi imposible. Es delgado y terriblemente viejo, lo cual es notorio en su lentísimo andar, ayudado con un elegante baston con pomo de oro, y que lleva el escudo de armas del ejercito napoleónico, que apenas puede sostener entre sus nudosas manos. Viste con harapos, y se le oye respirar pesadamente, como si el dar algunos pasos le fuese agotador, y de vez en cuando escupe una masa sanguinolienta.
Los ancianos que lo ven, se persignan apresuradamente, y muchas son las ancianas quienes piadosamente y con la mejor buena voluntad del mundo, le desean una pronta muerte.
De creer lo poco que sabemos de él, llego como un joven impetuoso y gallardo a tierras mexicanas, bajo las ordenes de Lorenzes, en 1862. Fue en Veracruz donde se escucho por primera vez del brujo del puerto, que se decía era tan poderoso, que podía hacer a la gente inmortal. Empujado por ese deseo, se dio a la tarea de buscarlo, hasta que dio con su cabaña. Como buen soldado conquistador, su postura no fue humilde. Pistola en mano, le puso el cañon en la frente, exigiéndole que le diera el secreto si no quería pagarlo con su vida. Aunque amenazado, el viejo sonrió, enseñándole sus tres únicos dientes.
“Yo puedo hacerlo, pero debes entender que no va haber vuelta atrás”
Aquí la historia se vuelve algo confusa. Nadie sabe exactamente en que consistió el rito, o que fue lo que paso, pero el hombre salió de ahí convencido de que había alcanzado la inmortalidad. Eso le dio un valor en combate que alarmó incluso a sus compañeros, que lo veian lanzarse al frente sin el menor cuidado. Pero fue hasta Puebla, que las cosas cambiaron. Todos sus compañeros de regimiento lo vieron: el indígena Zacapoaxtla tomó el machete y se lo hundió en el pecho, destrozándoselo por completo. El soldado fue llevado de urgencia con el medico, que prácticamente solo esperaba verlo morir… Pero en vez de ello, pudo contemplarlo como gritaba de agonía, resistiendo los dolores, mientras el corazón latía dificultosamente a pesar de estar abierto, y el aire silbaba claramente al atravesar los dañados pulmones.
Sus compañeros estaban aterrorizados, y más de uno mencionó al demonio al ver al hombre sanar muy lentamente, pero con todo el dolor que significaba.
A pesar de su recuperación, el pecho le dolia tremendamente y tenia dificultades para respirar, por lo que se le dio de baja por motivos de salud. Se instaló en una pequeña villa en la ciudad de Puebla, y se las ingenio para permanecer ahí incluso después de que los ejércitos fueron expulsados del país. El pecho aún le dolia de vez en cuando, pero la sensación era menos cada dia, por lo cual el casi juraba que se sentiría mejor.
Cuando llego a Mexico, el soldado apenas estaba en la mitad de sus veintes, por lo que, según avanzaba el tiempo, se le veía más y más preocupado. Al cumplir los treintas, se veía de esa edad, lo que significaba que seguía envejeciendo. La experiencia del machete le dio la seguridad de su inmortalidad, por lo que su primera idea es que seguiría cambiando hasta llegar al limite de su fuerza, en donde eventualmente se detendría.
El hombre comenzó a hacerse de negocios, e incluso se caso bien. Al llegar a los cuarenta, comenzó a ver las primeras canas, y su resistencia física, a pesar de llevar un vida militar, iba disminuyendo lentamente. Fue al llegar al fin de siglo, que se dio cuenta: estaba por llegar a los sesenta años, y los aparentaba perfectamente. Fue en una mañana de 1901 cuando cayo en cuenta. El brujo hablo de hacerlo inmortal, pero no se menciono nada sobre la eterna juventud.
En 1905 contrajo tuberculosis, seguramente por el mal estado de los pulmones. La tos era terrible, y en varias ocasiones llegó a escupir sangre. Los médicos que lo examinaron, no le dieron más que unos cinco años de vida. Desafortunadamente, ignoraban lo que le destino le tenía preparado. Cuando tuvo que salir de la ciudad, en 1910, para refugiarse en Campeche, no podía caminar un par de pasos sin sentir que se quemaba por dentro.
Para 1912, cumplia los 86 años, y fue cuando comenzaron a presentarse los síntomas de artritis. Es cuando vuelve a Puebla, a preparar su testamento, y compra una hacienda en Epatlan, donde se retiraría definitivamente. El dolor de las articulaciones era insoportable, y su dificultoso respirar resultaba horrible para quienes lo escuchaban. Pues incluso a cierta distancia se escuchaba el sibilante paso del aire entre los perforados pulmones.
Su esposa, mucho mas joven que el, murió en 1921, y dado que sus hijos de fueron a vivir a la Ciudad de Mexico, el se quedo completamente solo. El tendría a la sazon poco mas de 100 años. E incluso el menor esfuerzo le era imposible. Desesperado, decidió atar una cuerda a una de las vigas del techo, y saltar con ella al cuello del borde de su cama. Lo encontraron dos días después, aun pataleando y con el cuello roto. Dado que lo bajaron aun con vida, sus vecinos creyeron que el intento había sido reciente, por lo que ignoraron lo que era permanecer dos días colgando del techo y con una fractura de cuello, sin poder respirar…pero sin poder morir.
Los médicos estaban desconcertados, pero hicieron lo posible por mantener el cuello alineado, hasta que se recupero tras dos años de estar inmovilizado, pues con mas de 100 años el cuerpo de restablece con mas lentitud. Fue en 1945 cuando su desesperación llego al límite, y prendió fuego a su hacienda. La gente llegó sólo para ver como las paredes se derribaban presa de las llamas, y cuando el fuego se apagó nadie reparó en el amasijo de piel calcinada que se arrastraba trabajosamente fuera de los escombros. La piel le ardia terriblemente, y el minimo roce le causaba un tremendo dolor, pero no murió.
Fue hasta 1977 que sus heridas se recuperaron los suficiente como para volver a Epatlan, ahora como un mendigo. Los 30 años de ayuno lo tenían en los huesos, y tenia que arrastrarse para moverse. Unas tortillas duras que una buena samaritana le dio constituyo su primera comida desde hacia 3 decadas.
Actualmente, nadie sabe donde vive, y sólo se le ve mendigar en las calles de vez en cuando. Nadie recuerda su nombre, quizá ni siquiera el, y las quemadas y los andrajos no permiten identificarlo. Solo un elemento hace posible reconocerlo: el baston que se le obsequiara cuando fue dado de baja con honores, hace ya 140 años.
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